
11 Ago Para qué sirve un humedal
La histórica bajante del río Paraná invita a reflexionar acerca de la interrelación entre un modelo económico y sus consecuencias ambientales. Contra quienes sostienen que primero hay que obtener divisas y luego pensar en lo ecológico, Federovisky se pregunta: ¿existen realmente dos opciones, un modelo de progreso con un inevitable deterioro ambiental y otro en el que se garantiza la conservación de la naturaleza a costa del bienestar de la sociedad? Esta dicotomía azuza un fantasma inexistente: no hay sociedades atrasadas con la naturaleza intacta.
En la cuestión ambiental hay un asunto de escala que modifica la perspectiva. Todos asistimos con nuestro acuerdo y beneplácito a la noción global de reducir los gases de efecto invernadero, entre otras cosas defendiendo los bosques nativos (o las selvas, según el caso), así como promoviendo las energías renovables. Allí –repetimos como un mantra– se refugia la esperanza de capturar dióxido de carbono y revertir la tendencia contaminante. Y así nos pasa con la deforestación como con las energías renovables, la protección de los humedales o la necesidad de proteger los ríos: a escala planetaria somos todos ecologistas y reclamamos con fiereza que el planeta sea salvado. ¿Quién estaría en desacuerdo?
Pero cuando la dimensión de la mirada se ubica en lo local, en nuestros bosques, en nuestros ríos, en nuestros humedales, el frente común se resquebraja y lo que era una convicción de principios ambientales comienza a dar paso –violentamente, hay que decirlo– a una exigencia derivada de la urgencia económica que obliga a postergar “lo superfluo”. Lo ambiental vendría a ser lo superfluo o, en el mejor de los casos, lo postergable. Brotan allí los “secuencialistas”: aquellos progresistas que sitúan las demandas ambientales en el taxón de los valores “posmateriales”, abrevando en una clasificación del sociólogo estadounidense Ronald Inglehart. La postura, además de anticuada, está en el borde de una adscripción a un modo social de conductismo y reduccionismo: el hombre es fisiología primero –matar el hambre– y espiritualidad, luego (1).
En consecuencia, en el altar de la urgencia por la obtención de divisas o la demanda permanente de “progreso” o, más demagógicamente, por la perentoriedad ideológica –y justa– de “darle de comer a nuestra gente”, se ofrendan humedales, bosques, ríos y demás elementos trascendentes –los que verdaderamente importan, suele anunciarse pomposa y paradójicamente–. De ellos ya alguien se ocupará más adelante, cuando se haya resuelto lo material. O sea, muy probablemente, cuando esos ecosistemas ya no existan.
Falsas dicotomías
La histórica bajante del río Paraná, que lleva más de un año y medio y ofreció en las últimas semanas imágenes de alto impacto periodístico, es una buena coyuntura para reflexionar acerca de la interrelación ineluctable entre un modelo económico determinado y sus consecuencias ambientales.
Los amantes de la idea de reproducir en el siglo XXI un desarrollismo de hace setenta años (¿habrán nacido allí los célebres y arbitrarios setenta años de nuestra decadencia?) anatemizan a quienes señalan las limitaciones que impone el deterioro ecológico. Hasta hace algún tiempo los calificaban como promotores del regreso a las cavernas por su presunta opción en favor de los animales y las plantas en detrimento de las necesidades de los humanos. Al mismo tiempo, no obstante, destacaban el valor ético de dicha opción presunta, pero la ninguneaban bajo el argumento de que aun siendo noble su batalla, era infructuosa: la conquista del bienestar de los más postergados era justificación más que suficiente para tolerar la pérdida del innegable valor –abstracto– de la naturaleza. Hasta críticos conspicuos del capitalismo y promotores de una sociedad menos inequitativa como Martín Caparrós (2), distribuyen desde hace treinta años el despectivo vocablo de “ecololós” para introducir en la misma bolsa a quienes usan el discurso ambiental como escudo conservador para sostener la inequidad con aquellos que alertan que el secuencialismo (primero dar de comer, y luego ocuparse del medio ambiente) es una ficción sociologista. “Francia era, hace mil años –ejemplificó Caparrós con sarcasmo– un gran bosque y los franceses se morían de hambrunas y de gripes. Los ecololós hubieran alertado contra ‘la destrucción de ese patrimonio forestal que dejaría sin madera a las generaciones venideras’”. Una vez más la idea de que el costo ambiental no existe o, si existe, está justificado.
Aquella idea finisecular y progresista de ocuparse primero de lo urgente (dar de comer) y luego de lo “secundario” (que los ríos sigan teniendo agua, por ejemplo), parece estar decayendo y sus adalides se ponen nerviosos porque el pueblo al que dicen representar con esa fijación de prioridades cuestiona con sus protestas el orden de esas demandas. Por un par de motivos: porque el propio deterioro del ambiente ya es en sí mismo disparador de desastres, hambrunas, guerras y migraciones masivas, y porque empieza a quedar expuesto que el costo de enfrentar el impacto de los desastres causados por los desmanejos ecológicos suele ser mayor que el de una hipotética práctica menos destructiva.En verdad, se está haciendo una trampa. ¿La dicotomía es producir o no producir? ¿O es producir de una manera o de otra? ¿No habrá llegado el momento de hacer otras cuentas en la economía que cuestionen seriamente los mecanismos de externalización de costos que dan a ciertos métodos de producción la falsa idea de “ganancia”, que solo es tal si se mide por el interés particular del mercado y no por el bien común? ¿Existen realmente dos opciones: un modelo de progreso con un inevitable –aunque indeseable– deterioro ambiental y otro modelo en el que se garantiza la conservación de la naturaleza a costa del bienestar de la sociedad?
Nicholas Stern, altísimo ejecutivo del Banco Mundial y miembro del equipo económico del ex primer ministro británico Gordon Brown lo calificó sin rodeos: “La crisis ecológica es el mayor fracaso de mercado de la historia de la humanidad”. Tiene sentido: si una premisa del capitalismo es la rentabilidad del capital en el tiempo, es un síntoma de su fracaso que ese capital inaugural (los recursos naturales) haya quedado exangüe en “apenas” doscientos años. Stern cuantificó dicho fracaso de la siguiente forma: la transición a una economía mundial con baja dependencia del petróleo tiene un costo de aproximadamente dos puntos del PBI mundial. Sin esa inversión, dice Stern, el planeta enfrenta una crisis climática que puede derivar en una recesión que provocará una caída –insostenible– de veinte puntos en el producto bruto global.