Una política para los “cincuentaluquistas”

Mientras los pobres-pobres cuentan con sus organizaciones y movimientos, y el campo –en el otro extremo– dispone de su Sociedad Rural y su Federación Agraria, la clase media, empobrecida por la crisis, no tiene quién la defienda.

La crisis de la clase media, ese impreciso y poderoso imaginario social nacional, no es un tema nuevo. Desde hace tiempo existe una importante brecha que separa a la autopercepción clasemediera de los argentinos de la realidad definida por las estadísticas socioeconómicas: ocho de cada diez dicen ser de clase media, pero solo cuatro entrarían realmente en esa clasificación (1).

En estos ocho años de estancamiento, pandemia y depresión económica, lo novedoso en esta historia de identidades, aspiraciones y desilusiones es que la situación de la clase media argentina empeoró considerablemente. Nuestro país va camino a consolidar un alarmante bloque de pobreza en torno al 50% de la población. Desde que arrancó la pandemia, casi dos millones de argentinos “cayeron”, como diría un ex presidente, de la clase media a la pobreza, según un informe reciente del Banco Mundial (2). Pero la situación se vuelve cualitativamente más grave si tenemos en cuenta la depreciación de nuestros ingresos en dólares, que se encuentran en los niveles más bajos desde la crisis de 2002. En julio de 2021, en efecto, el salario promedio de los argentinos que trabajan estaba en torno de los 160 dólares mensuales. Salarios de subdesarrollo explícito, menores que en Pakistán, bien lejos del mundo de la renta media al que solíamos pertenecer, y a años luz de la situación de la Europa mirada y admirada por toda esa argentinidad que, al decir de otro presidente, “vino” de los barcos.

Este acelerado deterioro está dando lugar a un nuevo sujeto social. En el otro bloque, el del 50% “no pobre” del país, hay millones de argentinos que no viven en casas precarias, no pasan hambre, cuentan con servicios de educación y salud, y en general tienen trabajo y autopercepción clasemediera, pero perciben ingresos muy bajos, privaciones regulares –por ejemplo, reducción de consumo de alimentos cárnicos y lácteos por falta de dinero–, no llegan a fin de mes a pesar de no gastar en casi nada que no sea de la canasta básica, y no pueden financiar el ocio. “Clasemedieros de alma” que ya no saben cómo mejorar su economía personal, ni la de sus hijos. Su situación tal vez ya no sea algo temporal. En buena parte de los países del mundo, no solo en Europa, estos millones de argentinos serían considerados pobres. Pero entre nosotros, el tabú aspiracional les impide a los nuevos pobres de clase media verse en el espejo del nuevo lugar que ocupan en la sociedad, ni tener un proyecto político propio.

Historia paralela de dos “embarcados”

Tan bajos están los ingresos de los argentinos en 2021, que todos nuestros parámetros socioeconómicos parecen haber enloquecido. De acuerdo a los criterios de la Asociación Argentina de Marketing, una persona que gana más de 800 dólares libres –es decir, 150 mil pesos al tipo de cambio blue– ya comienza a formar parte de la “clase media alta”, mientras que en Estados Unidos, tomando los criterios que se utilizan por ejemplo en Washington, D.C., alguien que gana menos de 1.000 dólares por mes ya está por debajo de la línea de la pobreza.

¿Puede alguien de la “clase media alta argentina” ganar menos que un “pobre” de las afueras de la capital estadounidense, y al mismo tiempo pertenecer a universos sociales separados? Tal vez sí hace cien años, cuando las distancias y los muros culturales permitían pensar categorías sociales distintas para cada país y sociedad. Pero no en un mundo interconectado y globalizado como el de 2021, donde los precios de las cosas que consumimos convergen cada día más. De hecho, el “pobre” de las afueras de Washington, que trabaja trapeando pisos, consigue computadoras, celulares, zapatillas y cafés de Starbucks a mejores precios que ese argentino universitario de “clase media alta” que vino de los barcos. Y que, pese a ser de “clase media alta”, ya no solo carece de acceso al crédito –algo que no estuvo disponible en todo este siglo XXI– ni puede soñar con comprar una casa –salvo que herede dólares o inmuebles de su familia–, sino que ahora también enfrenta problemas para adquirir celulares, computadoras y zapatillas, y en poco tiempo no podrá pagar los abonos, también dolarizados, de Internet, telefonía móvil, Flow, Netflix, Spotify, Disney Plus, Pack Fútbol y otros débitos automáticos que comenzó a acumular en su tarjeta de crédito cuando la cosa no se veía tan mal.

Ocho de cada diez dicen ser de clase media, pero solo cuatro entrarían realmente en esa clasificación.

Así las cosas, la vida del trapeador estadounidense y la del universitario argentino están cada día más hermanadas. Ambos vinieron de los barcos –uno de África, el otro de Europa– y hoy tienen ingresos similares. Por otra parte, es cierto que el argentino cuenta con acceso a salud y educación superior baratas o gratuitas, y el estadounidense no. Pero el resto de las diferencias, que son muchas, son identitarias e inmateriales. La clase media argentina –y, al parecer, ahora también una franja importante de la “clase media alta”– constituyen una cultura y una ilusión que conviven con sus propias privaciones globales.

Si esta primera franja de la “clase media alta” argentina ya tiene ingresos menores a los de un pobre estadounidense, y problemas para cubrir sus consumos básicos, la situación de los nuevos pobres de clase media, con solo uno o dos sueldos de 300 dólares (blue) mensuales por hogar (los “cincuentaluquistas”), es desmoralizante. La frustración, el enojo con el país y la realidad, combinados con una sensación de novedad o tal vez alguna secreta esperanza de que la malaria sea provisoria, obstruyen el desarrollo de una verdadera conciencia de sus problemas, y por eso este sector no logra una genuina representación en la política actual. Aún no sabe qué quiere, ni cómo pedirlo.

Como observa Pablo Gerchunoff (3), en la Argentina fragmentada de 2021 hay dos clases movilizadas: la de los pobres-pobres, que conviven con la marginalidad, y la del campo. Estos sectores tienen intereses, metas, discursos, estrategias y representantes; la orfandad pasa por el medio.

Los pobres-pobres, que necesitan al Estado y la ayuda social, son aliados naturales de los oficialismos. La Argentina pos crisis del 2001, la de la acción social piquetera, con sus movimientos de desocupados, economía popular, comedores y cultura villera, ya demostró en estas dos décadas que puede cohabitar con todo tipo de espacios políticos a nivel nacional, provincial y municipal. Puede lucir peronista, porque el justicialismo tiene los contactos más fluidos con el sindicalismo y los actores sociales, además de una retórica asociada a la justicia social y la militancia territorial. Agreguemos a eso que el antiperonista emocional, que siente rechazo por esa movilización de los pobres-pobres, tiende a asociar velozmente al piqueterismo con el justicialismo, reforzando una imagen poco apegada a la realidad. Pero ese entramado de organizaciones de subsistencia es, antes que netamente peronista, autónomo y autorregulado.

Algo similar sucede con el mundo del campo, que cuenta con sus propias redes de organizaciones eficaces, y que es autosuficiente. A diferencia de los pobres-pobres, el campo busca que el Estado lo ayude a mejorar su rentabilidad cobrando a cambio lo menos posible. Tiene algunos pedidos en materia de crédito, infraestructura o seguridad, pero el eje de su movilización es la baja de las retenciones. Por ello, aunque sus preferidos están dentro del universo de Juntos por el Cambio, y aunque disponga de algunos amigos en el justicialismo de los gobernadores o entre los moderados del Frente de Todos, el campo desconfía de todos, mientras se sienta con (casi) todos.
A la hora de preguntarnos por qué el campo y los pobres-pobres tienen una política, y los nuevos pobres de clase media no, hay que tener en cuenta que estos dos sectores movilizados contaban con antecedentes. La política de los pobres-pobres se nutrió, desde los 90, de una tradición de izquierda dura, asociada a los partidos comunistas y trotskistas, que fueron los verdaderos padres del piqueterismo argentino contemporáneo; lo mismo vale para la economía popular, el movimiento de empresas recuperadas y otros productos de la crisis del 2001. La politización del campo desde el 2008, a su vez, no puede pensarse sin la experiencia centenaria de la Sociedad Rural, la Federación Agraria y las otras organizaciones de productores que, con presencia en todo el país, construyeron el moderno gremialismo rural. En Argentina hubo partidos a los que la clase media votó masivamente, pero tal vez no estén bien preparados para representar las necesidades de los “cincuentaluquistas” de 2021.

La receta de radicales, moderados y progresistas

Hacer política de y para la clase media siempre fue difícil. En términos bien amplios, en el siglo XX, el peronismo se convirtió en el partido de los trabajadores; los liberales y conservadores –muchas veces con apoyo militar– en el partido de los grandes propietarios, y el radicalismo en el de la clase media urbana. Pero a los radicales siempre se les reprocha que, a diferencia de los dos primeros, no necesariamente representaron los intereses económicos de sus votantes. Fueron el partido que la clase media eligió para votar, lo que no es exactamente lo mismo.

En la experiencia histórica europea, que siempre tomamos como modelo, la identidad de la clase media se vio diluida entre la representación electoral de los intereses de los trabajadores sindicalizados (expresados por partidos socialistas, laboristas y socialdemócratas) y los de los empresarios (conservadores, republicanos). De acuerdo a los manuales de sociología política, los clasemedieros son la gran masa desorganizada fluctuante de votantes que inclinan la balanza hacia la centroizquierda o la centroderecha, según la ocasión.

En tiempos de crisis, suele aparecer un partido popular específicamente clasemediero, pero duran poco y tienen menos potencia ideológica que los tradicionales partidos de izquierda y derecha. Ejemplos históricos son el poujadismo francés o, más recientemente, el berlusconismo italiano: partidos populistas cuya propuesta central era defender a los pequeños comerciantes y cuentapropistas, tanto de los monopolios de las grandes empresas como de los impuestos y regulaciones del Estado. Más a la izquierda, Podemos, en España, también fue un partido de la clase media precarizada por la crisis del 2008.

Pero se trata de culturas políticas distintas a la nuestra. En Argentina, los partidos a los que la clase media votó masivamente, como la Unión Cívica Radical, el Socialismo santafesino o, más recientemente, las diferentes expresiones del progresismo porteño, ofrecieron a sus votantes clasemedieros bienes inmateriales (democracia, institucionalismo, anticorrupción, antiperonismo), o la garantía de servicios universales como la educación pública universitaria o el hospital, que la clase media disfrutó pero que no eran exclusivos para ella. ¿Por qué no se concentraron en la oferta de políticas económicas concretas para la clase media, más allá de la retórica? El radicalismo, por ejemplo, nunca se destacó por su defensa de los créditos hipotecarios o los fondos de comercio, tal vez porque la clase media, con su individualismo señalado por Borges, nunca se movilizó por estos temas. Nito Artaza trató de ser el representante de los ahorristas acorralados en 2001, pero los radicales no lo acompañaron.

Esta tradición argentina de ofrecer discursos y símbolos a la clase media, pero dejarla librada a su propia suerte en materia de políticas concretas, se hace visible en este momento. En la campaña electoral se abrió nuevamente la competencia por los votos de la clase media, y tanto el Frente de Todos como Juntos despliegan en CABA, Buenos Aires, Santa Fe y otras provincias a esos candidatos moderados que supuestamente más gustan a la clase media. Allí aparecen Leandro Santoro, María Eugenia Vidal, Facundo Manes, Victoria Tolosa Paz, Marcelo Lewandowski y tantos otros. Juntos habla de libertad, corrupción e instituciones, Todos suma temas como género y ambiente a sus ya clásicas propuestas de protección social dirigidas a los pobres-pobres. Pero nadie le propone un camino al nuevo fenómeno de la clase media empobrecida por el desempleo, los salarios miserables y la devaluación permanente. Y allí está, precisamente, el factor de cambio de la política argentina, porque los nuevos pobres de clase media tienen las características de un sujeto político y social emergente que traerá nuevas demandas a la democracia.