Cuando el mercado guía la conversación pública

La carta abierta publicada semanas atrás en la que reconocidos intelectuales del mundo denunciaban el imperio de la “cultura de la cancelación”, es decir de una cultura de la censura que, mediante simplificaciones morales, hostigaría a quienes piensan distinto, abrió el debate sobre las particularidades de la conversación pública. Para Cosovschi, comprender la obturación del debate público actual implica analizar el modo de funcionamiento del espacio digital en el que hoy se suceden los intercambios.

El pasado 7 de julio, la revista estadounidense Harper’s publicó una carta abierta denunciando un deterioro profundo de las condiciones de la discusión pública. Firmada por varias figuras notables del mundo académico, artístico y periodístico, entre ellos personajes tan diversos como Noam Chomsky, Steven Pinker, Margaret Atwood y J. K. Rowling, la carta sostenía que “las fuerzas del iliberalismo están cobrando fuerza en todo el mundo” y afirmaba que “el intercambio libre de ideas, el alma misma de una sociedad liberal, se ve cada día más restringido”. Lejos de atribuir esta crisis exclusivamente a la derecha conservadora, el mensaje denunciaba el arraigo generalizado de una cultura de la censura que, basada en la simplificación moralista de los debates, tendería a hostigar a quienes piensan distinto y relegarlos al ostracismo. En un contexto marcado por el ascenso global del feminismo #MeToo y por una reciente ola mundial de protestas antirracistas tras el asesinato de George Floyd en Estados Unidos, los signatarios de la carta apuntaron así a un tema de discusión que se ha vuelto central: la existencia de una supuesta cancel culture (en español, “cultura de la cancelación”) basada en los axiomas de la corrección política y tendiente a restringir radicalmente la libertad de expresión.

La discusión sobre la cancel culture lleva su tiempo, pero fue el 3 de julio pasado cuando Donald Trump avivó el debate al denunciar “la cultura de la cancelación de la izquierda” en un discurso en el Monte Rushmore. La publicación de la carta de Harper’s unos días más tarde tuvo así un efecto explosivo y generó un sinfín de debates en los medios y en las redes. Por un lado, aparecieron los elogios de quienes sienten que el espacio de la conversación pública se achica cada día más y que la enunciación de posiciones disidentes sobre ciertos temas conlleva riesgos poco compatibles con una sociedad democrática. Por otro lado, aparecieron las críticas de quienes sostienen que el diagnóstico de la carta es simplista, injusto y hasta cínico, y ciertas voces incluso dijeron que los firmantes aspiran a enunciar sus posiciones sin someterse al escrutinio y las críticas del público.

Los argumentos

Es difícil no reconocer que tanto los partidarios como los detractores de la carta tienen argumentos en esta discusión. Efectivamente, la conversación acerca de ciertos temas, en particular en lo que concierne al estatuto de las minorías sexuales, étnicas, nacionales o culturales en sociedades nominalmente igualitarias, pero estructuralmente desiguales, ha estado marcada durante los últimos años por una defensa de los grupos amenazados que muchas veces roza la victimización e introduce con frecuencia chantajes morales que terminan por restringir el espacio de lo decible. En uno de sus últimos libros, David Rieff (1) identificó una tendencia en la historia reciente a santificar la memoria de la violencia pasada y a construir discursos victimológicos que, arraigados en la idea de la reparación histórica, plantean grandes desafíos a la formación de los consensos generales que sirven de base a una sociedad democrática. Desde una posición incluso progresista, se le achaca a estos discursos una cierta reticencia a incluir a sujetos no minoritarios en su agenda política, lo que resultaría en dificultades para producir movimientos progresistas de base popular amplia.

En las críticas de quienes se alzan como paladines de la libertad de expresión, por otra parte, es frecuente ver una cantidad de operaciones de simplificación muy llamativas. En general, quienes rechazan todo lo que huela a políticamente correcto, tienden a agrupar discursos diversos acerca de la identidad en una unidad no del todo coherente, bajo denominaciones fantasmagóricas como “la ideología de género”, “el posmodernismo” o “las políticas de identidad”. Una cierta idealización del pasado se percibe también en estas críticas, ya que muchos de sus representantes tienden a criticar los efectos deletéreos de la cancel culture sin reparar en las múltiples exclusiones que operaban en el espacio público de nuestras sociedades antes de la llegada de estos nuevos discursos.

Por último, en algunos casos se percibe un encono que arroja un cierto manto de sospecha sobre la honestidad intelectual de los denunciantes. El caso de J. K. Rowling es quizás ilustrativo: la autora de las novelas de Harry Potter recibió críticas de una violencia inusitada por sus afirmaciones a propósito de las personas trans y por su defensa de la condición biológica como marcador definitivo de la identidad de la mujer. A la vez, su insistencia por declarar a los cuatro vientos sus posiciones sobre la cuestión en Twitter, muchas veces quizás subestimando que dichas declaraciones atañen a la experiencia subjetiva y frecuentemente traumática de muchos de sus lectores, invita a pensar que quizás no es sólo una preocupación por el intercambio libre de ideas lo que anima a algunos de estos críticos, sino también un apasionado narcisismo que sólo puede resultar agravado por las tecnologías de comunicación de hoy.

Es el capitalismo digital

Aquí es donde parecería esconderse un punto que la discusión sobre la libertad de expresión obtura con notable eficacia. Gran parte de aquellos que critican la cancel culture interpretan la realidad actual con ojos orwellianos, y acusan a la censura popular de funcionar como un Gran Hermano contemporáneo. Sin embargo, en la enorme mayoría de los casos, la reprobación no viene del Estado, sino de masas informes de individuos cuyas opiniones motivan las decisiones de los agentes privados encargados de determinar aquellas políticas empresariales, académicas o mediáticas que los críticos acusan de antiliberales.

El caso de la comunicación digital es particularmente importante, pues es en el dominio de las redes sociales y los medios digitales en el que transcurren gran parte de estos episodios. El universo en el que se intercambian hoy las ideas y las opiniones es distinto de todo ámbito de discusión pública previamente conocido, y difiere radicalmente de la esfera pública como espacio de comunicación democrática tal y como fue concebida por pensadores como Jürgen Habermas. Como sugieren los teóricos de la comunicación digital Axel Bruns y Tim Highfield (2), el modelo de la esfera pública habermasiana reflejaba en cierta medida el contexto de los años sesenta, en el que un puñado de medios de comunicación públicos y privados de alta calidad eran capaces de imponer agenda y crear un escenario virtual más o menos homogéneo, guiados por un cierto sentido de la ética pública. Pero este modelo parece estar agotado, y aunque algunas de las denuncias acerca de la cancel culture reflejen excesos que efectivamente plantean una amenaza al debate público, se trata de un fenómeno ciertamente agravado por condiciones de producción y circulación que no favorecen la pluralidad sino la homogeneización. De manera que, en lugar de ver este problema como la consecuencia de una falla moral o cultural, es posible verlo como el resultado lógico de ciertas características estructurales del capitalismo digital contemporáneo.

Como sabemos, la comunicación global está casi enteramente sometida a las leyes de un mercado de características oligopólicas, dentro de una ecología mediática dispersa y confusa. Una parte enorme de los flujos de información contemporáneos transcurren en plataformas controladas por unas pocas manos privadas y guiadas, como no podría ser de otra manera, por principios de utilidad económica y escaso sentido de la ética pública. Si las diversas “tiranías de las mayorías” que se manifiestan en las redes son tan poderosas, es ante todo porque pueden influir sobre el flujo de las ganancias de dichos agentes privados que, en lugar de velar por el pluralismo, deciden ajustar los contenidos a la demanda y estandarizan sus contenidos a modelos prefabricados y de probado éxito.

A la vez, la lógica interna de la comunicación en las redes sociales plantea numerosos problemas al desarrollo de un debate público guiado por principios como los de la libertad de opinión y el respeto de la diversidad ideológica. La utopía de los años ochenta y noventa, que consistía en ver el surgimiento de Internet como un campo lleno de posibilidades para la participación democrática y como un espacio de ampliación de la libertad, se ha revelado excesivamente optimista. En las redes sociales, las conexiones humanas, alguna vez presentadas como el alma del Internet del nuevo siglo, son reemplazadas por lo que la teórica holandesa José Van Dijk (3) denomina la “conectividad automatizada”, es decir la conexión de los usuarios en base a lógicas casi exclusivamente algorítmicas y que apuntan principalmente a robustecer la rentabilidad. De esta forma, las redes sociales, ese no-lugar en donde se desarrollan muchos de los conflictos en torno a la cancel culture y a la corrección política, están lejos de alentar la pluralidad y el intercambio libre y racional que supone un cierto ideal de sociedad liberal. En cambio, alientan una participación tempestuosa, basada en la afectividad y en la radicalización identitaria y discursiva, así como una progresiva balcanización del espacio digital que destruye el tejido de la conversación pública.

En definitiva, es cierto que lo que algunos llaman de manera excesivamente simplista “la cultura de la cancelación” plantea amenazas y desafíos al debate público. Pero también lo es que las peores tendencias de las culturas políticas contemporáneas no son sino alentadas y llevadas al extremo por una estructura más amplia, caracterizada por la concentración de la comunicación en manos de unos pocos tech giants, por la decadencia de los medios tradicionales y, más en general, por la crisis de la representación política en algunas de las principales democracias del mundo. Hay razones para pensar que el problema más urgente en el debate público hoy, el que debemos atender inexorablemente si conservamos alguna esperanza de crear un tejido más fuerte para el intercambio de ideas a escala global, no es tanto el arraigo de la cancel culture, como la persistencia de una red de actores y factores que representan una amenaza a cualquier debate democrático.

Dicho de otro modo, lo que está roto no es la libertad de opinión. Lo que está roto es la conversación pública.